lunes, 29 de abril de 2013

En el jardín del museo...



No estaba cómoda en la caja. Entre las paredes de madera aglomerada, marcada con el número 117/365 y envuelta por una gruesa capa de bolas de porexpán que la protegían y la sujetaban, un ligero mareo la emborrachaba por culpa del viaje y tenía ganas de salir de su habitáculo.

Tras un breve rato de silencio, empezó a oír ruidos a su alrededor. Puertas que se abren, lonas que se retiran, cajas que se mueven... Por fin le tocó el turno. Abrieron su caja a golpe de palanca... ¡CRAC!... ¡CRAC!... las bolas de porexpán se esparcieron por el suelo y el sol marcó sus contornos.

La transportaron con cuidado sobre un pequeño carro con ruedas. Tenía ganas de saber dónde la iban a colocar y fue feliz al observar que, esta vez, estaría al aire libre, sobre una pradera verde, rodeada de fuentes discretas. La colocaron con mimo, bien orientada, con una buena panorámica y en un lugar bien visible. Estaba muy contenta.

Pasaron los días, esos días primaverales de sol discreto que lo mismo te abrasas que te hielas, y un nuevo transporte llegó al museo. Después de un largo rato viendo cómo iban sacando bultos y cajas se fijó en una de ellas. Era un chico sentado tocando lo que parecía una guitarra de textura lisa y suave, color bronce y una peana proporcionada. Desde el primer momento deseó que la colocaran junto a ella y fue muy feliz cuando se dio cuenta de que así era. Viendo las dos figuras juntas daba la impresión que el tocaba para ella. Y así estuvo todo el verano.

El otoño se acercaba. Es tiempo de exposiciones temporales y otros eventos en el museo. Una tarde plomiza una pequeña grúa se acercó a su rincón. Dos operarios del museo ataron con cinchas la estatua, la colgaron del gancho y la grúa tiró arrancando al guitarrista del suelo dejando la huella cuadrada de la proporcionada peana que lo sostenía. Ella vio cómo se alejaba, el, su guitarra, su música, su compañía... Y comenzó a llover.




*Esta historia se inspira en esta foto. Os dejo la página de la autora... http://www.aliciamorenomartin.com

martes, 23 de abril de 2013

Fue un Domingo de Ramos...

Estaban en Monreale, Sicilia. Habían llegado dos días antes de madrugada a Palermo y ya en su primer paseo, les habían recomendado visitar este sitio. 

Un día señalado como éste no difiere demasiado en una pequeña ciudad italiana de lo que puedes encontrar en cualquier pequeña ciudad española. La gente vestida de domingo, de Domingo de Ramos, que es más todavía. Sus mejores galas, su predisposición a ver y a ser visto, su tomarse en serio las fiestas de su pueblo... 

Seis turistas seis, pertrechados con sus mejores galas de culturetas, bolsete en bandolera, camiseta cool, sin chanclas ni bermudas eso si, salieron hacia Monreale a pasar el día con esa intención tan de turista, de querer empaparse del sitio a donde vas y luego decir que en tu pueblo se come mejor, hacer comparaciones del pan, el agua y los dulces y otras paletadas tan nuestras.

Uno de los atractivos de Monreale es la Catedral del siglo XII de un estilo peculiar árabe-normando. Imaginad por un momento cómo podía estar la Catedral al mediodía de un Domingo de Ramos. Contratiempo éste que unos turistas culturetas, pero ateos, no habían previsto. Tras deliberar un rato y obviando que se encontraban en la isla donde nació la mafia, dos de ellos decidieron que la mejor forma de ver la iglesia era que les dieran una hostia y se fueron decididos hacia la cola de la comunión. Veinte largos minutos recorriendo gran parte de la iglesia haciendo fotos y siendo observados por los lugareños, no tanto por las fotos y si por su atuendo, que claramente desentonaba con el resto, y si por su actitud poco recogida ante tan magna ceremonia.

Al salir del templo, ungidos de mística y recién comulgados, se fueron a comer. Disfrutaron de deliciosas pizzas, estupenda pasta a le vongole, la cuaresma ya sabéis, canolis y ristretto. Comentaron y rieron con la situación vivida y la guardaron para contarla a la vuelta, como tantas otras, para castigo de los oídos ajenos.

viernes, 5 de abril de 2013

Hay ventanas...

... desde las que se ve un mundo.

Ésta, orientada al sur ligeramente inclinada al oeste, permite que, en días de sol, Madrid atardezca sobre mi ventana tiñendo de naranja la Gran Vía. 

Me asomo a la ventana por puro gusto para observar el hervidero desde mi atalaya. Empezando por mi izquierda, la entrada a la Calle de la Montera, con su bocacalle abierta y siempre repleta de gente, frente a un paso de peatones muy ancho donde con una frecuencia marcada por semáforos, se desarrollan pequeñas batallas napoleónicas con dos bandos enfrentados queriendo conquistar la otra acera. 

Sigo con la mirada los señoriales edificios que jalonan la calle, cada uno con su historia detrás. Algunos albergaron míticos locales, otros han cambiado su uso de viviendas a hotel, de hotel a oficinas... siguiendo los caprichos de modas y visionarios. Aunque la vida de esta calle siempre ha estado abajo, donde las tiendas, los cines, los cafés, el limpiabotas, los turistas, los paseantes.

Llego a la mitad de mi recorrido frente al antiguo Cine Avenida. Antes cine de postín donde presentaban los estrenos con su alfombra roja y sus estrellas, con sus cortes de tráfico y su gentío expectante y ahora convertido en otra insulsa tienda de ropa impersonal y sin estilo, en un señorial envoltorio para un contenido cutre. Al levantar la vista sobre la azotea puedo observar cúpula del reloj de la Puerta del Sol. Antes lo veía bien, pero ese banco verdoso decidió que el Palacio de la Música no era suficientemente espacioso y construyó una sala nueva sobre la azotea.

Por fin, orientándome hacia el oeste, se abre la Plaza del Callao, continuo deambular de gente y ocasional sitio de celebración de eventos desde su peatonalización. El Cine Callao, sitio donde se proyectó la primera película sonora en España, "El cantor de jazz" con sus pantallas escupiendo permanentemente anuncios de todo tipo, cervezas, coches, teatro, cine... Mientras, por encima de ellas, puedo ver el Teatro Real, la Almudena, el Palacio real y, al fondo, el Paseo de Extremadura.

Y al final de mi panorámica está el Capitol, ese edificio esquinero con su cartel de Schweppes multicolor. Uno de esos hitos sin los que la Gran Vía no sería lo mismo. Para mí, un privilegio.