El año nuevo es la gran metáfora de la continuidad. Ese efímero sentimiento de cambio que no dura más que siete días tras doce uvas justo hasta después de llevar los papeles de los reyes al contenedor azul; ese efecto mágico que la medida del tiempo hace poner el contador a cero con cualquier excusa.
Todo parece empezar de nuevo, todo son buenas intenciones, grandes propósitos. Sin embargo, tras unos días con una fe ciega en nosotros mismos llega la realidad con su irritante manía de ponerse delante de nuestros ojos a devolvernos a lo nuestro, a nuestras rutinas, nuestros kilos de más y nuestra salud de cartón piedra, a volverlo todo gris.
Nos chupa en unas horas esa potencial energía que nunca llegará a ser cinética, que ha tardado apenas once días de euforia desmedida en ponerse a tope y que se irá perdiendo paulatinamente en los próximos once meses hasta que, al llegar las próximas vísperas se recargue de nuevo con esperanzas vanas para seguir de nuevo con la misma liturgia anual.
Todo parece empezar de nuevo, todo son buenas intenciones, grandes propósitos. Sin embargo, tras unos días con una fe ciega en nosotros mismos llega la realidad con su irritante manía de ponerse delante de nuestros ojos a devolvernos a lo nuestro, a nuestras rutinas, nuestros kilos de más y nuestra salud de cartón piedra, a volverlo todo gris.
Nos chupa en unas horas esa potencial energía que nunca llegará a ser cinética, que ha tardado apenas once días de euforia desmedida en ponerse a tope y que se irá perdiendo paulatinamente en los próximos once meses hasta que, al llegar las próximas vísperas se recargue de nuevo con esperanzas vanas para seguir de nuevo con la misma liturgia anual.
Y mientras, seguiremos viviendo, esperando, confiando, luchando y asumiendo lo que nos depare un nuevo año entre esos dos instantes.
No obstante... ¡Feliz año!
No obstante... ¡Feliz año!