En el aeropuerto, un hombre llega con su mochila y una enorme maleta. Se ha sentado frente a mí, en esos bancos de asientos separados en los que no te puedes tumbar. Su expresión, entre cansada y crispada, denota impaciencia. El tamaño de la maleta me hace pensar que hace tiempo que no vuelve a casa. Viste informal, vaqueros, camiseta y jersey fino... Pero sus zapatos están sucios. Son unos Camper, el diseño es inconfundible. Y la etiqueta también. El caso es que están muy sucios, como si hubiera estado corriendo por un camino polvoriento; no parecen corresponder con el aspecto general.
Se ha tomado su tiempo para colocar las cosas a su alrededor. Todo al alcance de la mano, no sea que cualquier ratero le amargue la vuelta a casa. Se ha querido poner cómodo y ha puesto los pies sobre la maleta para poder tumbarse un rato y, de repente, ha torcido el gesto. Se ha visto los zapatos. De forma tranquila, ha recuperado la postura sentada y ha recolocado un poco sus cosas. Discretamente ha puesto su maleta delante de él. De la mochila, ha sacado unas toallitas y detrás del parapeto, se ha limpiado los zapatos con cuidado, sin ninguna prisa, sólo la llamada a embarcar le ha sacado del ensimismamiento.
Al levantarse ha recogido sus cosas, ha tirado las toallitas usadas a la papelera y se ha dirigido al embarque renovado, con paso firme y con los zapatos bien limpios... Seguro que le esperan en casa y todo el mundo sabe, que no se puede llegar a casa con los zapatos así de sucios.